Adiós al despido por absentismo justificado: expulsando, látigo jurídico en mano, a los mercaderes del templo de la salud, pero sin regla de derecho intertemporal y sin prohibición causal
Cristóbal Molina Navarrete
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Universidad de Jaén
Director académico de la Revista de Trabajo y Seguridad Social. CEF
1. Compromiso electoral cumplido. Tras 6 páginas de muy apretada letra de BOE, a fin de intentar dejar bien atada la justificación del recurso a la legislación de urgencia, en apenas 2 líneas, el Real Decreto-ley 4/2020, de 18 de febrero, ha derogado, con efectos inmediatos, a partir de mañana (20 de febrero de 2020), la causa de despido objetivo basada en una situación de absentismo laboral justificado (por faltas de asistencia al trabajo, aun justificadas pero intermitentes), establecido en el artículo 52.d) del texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre (ET). Tan expeditiva es la voluntad gubernamental excluyente (expulsiva) de tal causa de despido que no solo utiliza la vía de autoridad unilateral de regulación excepcional que supone el real decreto-ley (art. 86 Constitución española –CE–), sino que ni tan siquiera cuenta con la típica cláusula o regla de derecho transitorio o intertemporal (ordena los efectos en el tiempo de la sucesión legislativa sobre una misma situación –grado de retroactividad, regla tempus regit actum, etc.–). De este modo, el legislador gubernamental da un golpe jurídico de autoridad, convirtiendo en letra legal la más reciente doctrina judicial, que considera esta causa no solo injusta sino contraria a las normas internacionales (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia –STSJ– de Cataluña 274/2020, de 17 de enero), desautorizando, en cambio, la palabra constitucional (Sentencia del Tribunal Constitucional –STC– 118/2019, de 16 de octubre).
2. El despido por absentismo laboral justificado ya había entrado en letra muerta. Vaya por delante que no hay, como ya advertí en una entrada anterior, contradicción de ningún tipo (en el plano técnico-jurídico, por supuesto sí en el de política-jurídica, incluso en la comprensión social de la vida, a veces enigmática, del derecho), entre la doctrina judicial y la doctrina constitucional. Como la propia STC 118/2019 afirma:
«La eventual contradicción entre la regulación interna y los convenios y tratados internacionales ratificados por España no determina por sí misma violación constitucional alguna; se trata de un juicio de aplicabilidad —control de convencionalidad— que pertenece al ámbito de la legalidad ordinaria» (FJ 6, antepenúltimo párr.).
Y precisamente eso ha hecho la STS de Cataluña 274/2020, de 17 de enero, ejercer de forma estricta su competencia y, sin perjuicio de lo que en su día pudiera decir el Tribunal Supremo, ha declarado la disconformidad de este precepto –lo que ahora tendrá poco recorrido práctico, por el ejercicio exprés de la potestad de derogación legislativo-gubernamental ex art. 86 CE– a varias normas internacionales (Convenios 155 y 158 OIT; Carta Social Europea; Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer). Otra cosa es que el Tribunal Constitucional, quizás innecesariamente, pues ya había asumido que no es su competencia, aplicando el criterio del valor hermenéutico de tales normas internacionales (art. 10.2 CE) afirmara que no hay contradicción con el Convenio 158 de la OIT ni con la normativa comunitaria. Debate huero ya, en todo caso, pues «una palabra», aun derogatoria, «legislativa» y repertorios enteros de doctrina judicial y jurisprudencia «a la basura» (o no, pero esta es otra historia).
3. ¿La salud –como el trabajo– de las personas trabajadoras no es una mercancía? Sea como fuere, el caso es que la causa de despido objetivo por absentismo laboral justificado ha quedado expulsada, no ya solo en dique seco, de nuestro derecho, dado que supondría la «mercantilización» de la salud («templo jurídico sagrado») de las personas trabajadoras y, como se abandera una y otra vez por la nueva autoridad gubernativa laboral, la salud no se negocia, es decir, con ella no se mercadearía. La jurisprudencia comunitaria ha reafirmado, desde varios ámbitos, este mantra. Así se desprende de la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea –STJUE– de 11 de septiembre de 2019, asunto Nobel Plastiques Ibérica (muy ampliamente citada en la larguísima exposición de motivos del real decreto-ley) y así se afirma con rotundidad en la STJUE de 14 de mayo de 2019, que, respecto de la eventual carga de implantar un sistema de control horario recuerda –al Gobierno español y al Gobierno británico– que «la protección eficaz de la seguridad y de la salud de los trabajadores no puede subordinarse a consideraciones de carácter puramente económico».
Estoy absolutamente convencido del imperativo de protección reforzada que debe merecer en derecho el bien de la salud de todas las personas en general, y en particular de las personas trabajadoras, cuya conexión con el derecho a la integridad personal ex artículo 15 de la CE es también una doctrina constitucional consolidada (STC 62/2007, citada por la STC 118/2019). Pero no conviene ser demasiado ingenuos y si bien no es el lugar para entrar en un análisis más detenido, es de honestidad científico-jurídica reconocer cómo, lamentablemente, tanto la realidad económica, como también la jurídica, que la conforta, desmienten, o excepcionan ampliamente, como sucede con la valoración del trabajo como un bien pretendidamente fuera de mercado («el trabajo no es una mercancía»), esa posición entendida en términos absolutos. Ni el Tribunal Constitucional (STC 62/2008, de 26 de mayo) ni el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (STJUE de 11 de septiembre de 2019, asunto Nobel Plastiques; incluso la STJUE de 18 de enero de 2018, asunto Ruiz Conejero, también muy presente en el preámbulo de la norma «real-decretal») han blindado nunca ni la salud ni la discapacidad (ni la conexión entre ambos a través del concepto de enfermedades equivalentes a la discapacidad) al análisis costes-beneficios. Ambos tribunales se siguen negando a considerar la salud como una causa prohibida de despido, al no constituir, en sí misma, un factor discriminatorio, al tiempo que recuerdan que:
«[…] dicha Directiva [2000/78/CE] no obliga a […] mantener en un puesto de trabajo a una persona que no sea competente o no esté capacitada o disponible para desempeñar las tareas fundamentales del puesto de que se trate, sin perjuicio de la obligación de realizar los ajustes razonables […]» (STJUE de 11 de septiembre de 2019, apdo. 74).
¿Y cómo se sabe que es razonable o no? Pues, nos vuelve a recordar realistamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea: «teniendo en cuenta, particularmente, los costes financieros y de otro tipo que estas impliquen […]» (STJUE de 11 de septiembre de 2019, apdo. 65).
Sí, en efecto, se quiera o no, guste o no, haciendo un análisis costes-beneficios. Al igual que el trabajo –dicho sea de paso–, no sería ideal-normativamente mercancía, pero sí un factor o recurso productivo que se vende y se compra todos los días en el mercado (de trabajo). Una vez más el ideal normativo se enfrenta al realismo jurídico, centrándose la necesidad de «justo equilibrio» en el precio: condiciones adecuadas (precio justo) versus abusivas (precio injusto). Cierto, hoy hay más de lo segundo (precariedad) que de lo primero (estándar de trabajo decente).
4. «Las prisas no son (casi nunca) buenas». Por supuesto, no es el momento ni el lugar para entrar en detalle en el análisis de estas situaciones más generales, ni siquiera respecto de una causa de despido que ya está fenecida y, a buen seguro, no tendrá ni pompas fúnebres ni tan siquiera misas empresariales por su eterno descanso, más allá de las declaraciones en torno a los desacuerdos que puede generar tal medida unilateral. Aunque los repertorios de jurisprudencia y doctrina judicial, esos que mañana deberían ir «a la basura» (Kirchmann) dejan en evidencia una significativa conflictividad –relanzada con la reforma de 2012, cierto– en relación con esta causa –por lo tanto no está ausente de la práctica laboral española, como a veces se lee–, también esa misma fuente de información muestra que un buen número de las causas terminaban con improcedencia, sin que el Tribunal Supremo haya evidenciado gran simpatía por la validación del mismo (ej.: SSTS de 16 de octubre de 2013, rec. 446/2013 y 7 de mayo de 2015, rec. 1000/2014, esta última remite a su precedente, STS de 26 de julio de 2005, rec. 3406/2004, con igual declaración de improcedencia; entre otras muchas). Y desde luego, últimamente, la fuerte contestación en la doctrina judicial, culminada con una puntilla jurídica (STSJ de Cataluña 274/2020), es también memorable (ej.: STSJ de Castilla-La Mancha 553/2019, 10 de abril, asunto Ruiz Conejero; que viene a seguir una larga tradición de lucha judicial por la expulsión de esta injusta causa de despido de nuestro derecho, iniciada hace más de una década, ante la resistencia del TC a la admisión de cuestiones de inconstitucionalidad precedentes).
Ahora bien, el jurista del trabajo científico-social no debe limitarse a ser cronista de su tiempo jurídico ni puro exégeta de las normas que lo integran en cada momento.Al margen de sus simpatías político-ideológicas, de un signo u otro, ha de ser también crítico, no solo por la necesidad de someter a revisión toda fuente jurídica, en aras de una mayor coherencia del derecho, y de corrección, así como de justicia, sino también por exigencias de practicidad, por cuanto las sucesivas normas, aun simples, como la que aquí se cuenta, siempre llevan ínsitos problemas interpretativos. Algunos inevitables, o deliberados, otros evitables, salvo cuando en su gestación domina la urgencia, las prisas (político-ideológicas), primando más el valor de símbolo de la decisión legislativa que el deber de corrección y calidad de las normas, incluso si los «olvidos», o las deficiencias, pueden resultar contraproducentes para el fin perseguido. En este comentario me limitaré a reseñar solo 3 de los que puedo advertir de inmediato, unos más evidentes, otros más elaborados.
A saber:
1) Un problema de legitimidad constitucional de la norma de autoridad, en la medida en que el uso del real decreto-ley, con más sentido de desautorización de la voz constitucional de la que se discrepa, que de urgencia real, pudiera suponer un disgusto para su autor. No entro en más profundidad, pues el preámbulo se centra exclusivamente en esta lógica, explayando toneladas de argumentos para probar el punto de partida: las razones asisten al Gobierno y no hay posibilidad –afirma para convencerse y convencernos– de que se considere un uso «arbitrario» de esta «legislación de excepción». El problema es que ha de convencer –en su caso– al mismo órgano contra el que dirige el «dardo en la palabra de autoridad real-decretal». En realidad, la evanescencia de los criterios más recientes del Tribunal Constitucional, que resalta el juicio de oportunidad política sobre la justificación de la causa de excepcional urgencia (STC 61/2018, de 7 de junio, FJ 4) bien pudiera salvar la norma.
2) Un problema de derecho transitorio o derecho intertemporal. Tan expeditivo quiere ser la autoridad gubernamental-legislativa que ha omitido (no sé si de una deliberada manera o no) la típica regla de derecho transitorio, de modo que, pese a tenerse como adalid de la seguridad jurídica máxima, crea una fuente de incertidumbre en torno al ámbito temporal de aplicación. Aunque queda claro que a partir de mañana no podrá esgrimirse la causa de despido por absentismo laboral injustificado, aunque pudieran haberse consumado los umbrales cuantitativos antes, es dudoso saber si los procesos abiertos en este momento deben resolverse conforme al nuevo derecho, o según el derecho del tiempo de su maduración. Ciertamente, no es un mal exclusivo de la norma que anotamos, sino, lamentablemente, un grave déficit endémico de calidad en la técnica legislativa. La propia reforma laboral que ahora se contrarreforma de manera radical, eliminando la causa por completo, ya adoleció de ese mal. Así lo evidenció la doctrina jurisprudencial. En ese caso, se negaba el efecto retroactivo por atribuírsele a la medida un efecto restrictivo de garantías individuales (SSTS de 10 de diciembre de 2013, rec. 1041/2013 y 16 de junio de 2015, rec. 1590/2014). Ahora bien, la actual norma tiene un efecto evidentemente favorable a las razones de estabilidad en el empleo y, en consecuencia, ningún problema habría en dotarlo de efecto retroactivo máximo. En todo caso, al margen de la solución –que los tribunales zanjarán, o no–, el legislador debió aclarar la situación y si quería excepcionar la regla tempus regis actum, como parece, debió dedicar un poco de tiempo y espacio a hacerlo.
3) Un problema de incoherencia e ineficacia finalista y valorativa: ni prohíbe el despido por absentismo laboral injustificado, que puede ser procedente ex artículo 54 del ET, ni el despido por absentismo justificado, solo lo reconducirá a la improcedencia, en todos los casos, con lo que vuelve a ser una cuestión de «precio» (de la arbitrariedad), ni tampoco evita un uso mercantil de la salud, pues permanecen otras causas para canalizarlos –ej.: despido por ineptitud sobrevenida, etc.-. No son solo cuestiones procedimentales y formales las que suscita esta «sencilla» norma, sino que también cabe preguntarse por el efecto real del fin que anima su publicación: la salud de la persona trabajadora es un derecho humano (fundamental) que no se mercantilizará (negociará) a partir de ahora. ¿Es así? Mucho me temo que no.
Y la razón que aquí interesa no es socioeconómica (baños o concesiones de realidad), sino jurídica: ni la norma nacional ni la norma internacional (Convenio 158 OIT) califican el despido por razones de salud como una causa prohibida de despido, como sí sucede con otras (art. 5 Convenio 158 OIT). Por lo que, en virtud del artículo 10 del Convenio 158 OIT, tan solo dará derecho no a la readmisión obligatoria (estabilidad real), sino a una «indemnización adecuada» (estabilidad solo obligacional). En consecuencia, aquí se plantean 2 significativos problemas jurídicos, que solo apunto. El primero, que, pese a la voluntad (loable) legislativa de proteger de forma real a la persona trabajadora frente a un despido injusto basado en su (mala) salud, lo único que ha determinado es que, a partir de mañana, se le pague en vez de 20 días 33 días de salario por año de servicio. En consecuencia, sí, sí que podrá seguir «mercadeándose» con esta causa. Las razones de defensa de la productividad seguirán vivas y la diferencia será ahora el incremento del «precio de la arbitrariedad» empresarial (la indemnización por un despido sin justa causa).
El segundo que, atendiendo a la reciente doctrina del Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS), Decisión de fondo 11 de febrero del 2020, adoptada para la reforma laboral italiana en sentido análogo de austeridad y devaluación a la española –si bien también está en discusión en Francia–, el sistema de indemnizaciones tasadas basadas solo en la antigüedad en el servicio no respetaría el actual derecho social fundamental a una indemnización adecuada ex artículo 24 de la Carta Social Europea (revisada). En consecuencia, y estando pendiente la ratificación tanto de esta versión avanzada como del protocolo de reclamaciones colectivas, la actual reforma hubiera sido una magnífica oportunidad para introducir un cambio realmente significativo, y en sentido tanto de modernización internacional como de mejoras garantistas en aras del justo equilibrio que se dice perseguir. De ahí las ventajas de las reformas legales de coherencia reguladora y de progreso, aunque tarden un poquito más (el procedimiento de legislación de urgencia con respeto a la soberanía parlamentaria sigue existiendo) sobre las «medidas ad hoc símbolo». En fin, no parece que tampoco ahora «los mercaderes del templo de la salud» tengan que temer por su expulsión, si acaso solo tendrán que pagar un poco más por quedarse en él.
En fin, ya ven cuánto da de sí jurídicamente apenas una frase pretendidamente nacida para resolver todos los problemas de injusticia, discriminación, inseguridad, etc. que ha venido acumulando: «queda derogado el art. 52. d) ET».