El sistema de Seguridad Social desde un enfoque de género. La última reforma de pensiones, una nueva oportunidad perdida
Isabel María Villar Cañada
Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Universidad de Jaén
1. Hace apenas unos días, desde el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (conclusiones de la Abogacía General, asunto C-625/20) se vuelve a enviar a España un nuevo reproche jurídico al considerar que la norma nacional (y la interpretación judicial que de la misma viene haciendo el Tribunal Supremo) que permite conceder dos o más prestaciones (de incapacidad permanente en este caso) causadas en distintos regímenes de Seguridad Social como resultado de dos o más incapacidades, mientras que prohíbe percibirlas si están causadas en el mismo régimen, aunque se cumplan los requisitos para acceder a ambas, resulta discriminatoria por razón de género, contraria, por tanto, al artículo 4, apartado 1 de la Directiva 79/7/CEE del Consejo, de 19 de diciembre de 1978, relativa a la aplicación progresiva del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en materia de Seguridad Social.
Según la Abogacía General, los datos demuestran que esta previsión sitúa en una posición de desventaja a un número significativamente más alto de mujeres que de hombres, desde el momento en que la proporción de mujeres que tienen dos o más incapacidades y que han cotizado únicamente al Régimen General de la Seguridad Social, en relación con las que han cotizado a dos o más regímenes de Seguridad Social, es «considerablemente más elevada» que la de los hombres. Nos hallamos, pues, ante una nueva manifestación –otra más– de discriminación indirecta por razón de género dentro de nuestro sistema de Seguridad Social.
No es, como decimos, la primera vez que, en los últimos tiempos, se produce desde el Alto Tribunal europeo esta «condena» a nuestro sistema de Seguridad Social por generar situaciones de discriminación indirecta por género. Baste recordar la declaración como discriminatoria de la regulación de la cotización en los contratos a tiempo parcial (Sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea –SSTJUE de 22 de noviembre de 2012 (asunto C-385/11, Elbal Moreno) y de 8 de mayo de 2019 (asunto C-161/18, Villar Láiz); del complemento por maternidad por aportación demográfica (STJUE de 12 de diciembre de 2019 (asunto C-450/18, WA), en este caso por considerarlo discriminatorio para los hombres; o, también recientemente, la discriminación indirecta derivada de la exclusión de la protección por desempleo de la acción protectora del Sistema Especial de Empleadas de Hogar (STJUE de 24 de febrero de 2022, asunto C-389/20).
2. Son estos simples ejemplos de una realidad que resulta incontestable y es que aún está lejos de alcanzarse una igualdad plena, real y efectiva entre mujeres y hombres en nuestro sistema de Seguridad Social, y particularmente en nuestro sistema de pensiones, reflejo, entre otras causas, de las desigualdades por razón de género existentes en el mercado de trabajo. Cierto es que, en los últimos años, desde el propio sistema se vienen haciendo esfuerzos para intentar corregir la brecha de género, adoptándose distintas medidas de acción positiva orientadas a intentar compensar, al menos parcialmente, las consecuencias que para la carrera de seguro de las mujeres derivan de su posición de desventaja en el ámbito laboral, de la asunción mayoritaria de los «trabajos de cuidar» o de su condición de víctimas de violencia de género.
Pero, con carácter general, tal y como asume el propio Pacto de Toledo, se trata de medidas con «una dimensión más reactiva o coyuntural que preventiva o estructural», de alcance limitado, y claramente insuficientes, por tanto, para alcanzar el objetivo de disminuir la desigualdad por razón de género en nuestro sistema de Seguridad Social. Unas medidas estas cuya trascendencia queda más limitada aún si se contextualizan en la línea que viene caracterizando las distintas reformas operadas en los últimos años en nuestro sistema de pensiones, enmarcadas en un contexto de crisis económica y de incertidumbre sobre la viabilidad financiera del sistema.
Y es que, pese a la aparente toma de conciencia sobre la necesidad de valorar la dimensión de género y a que la misma debiera estar presente en cualquier actuación que se plantee como objetivo ofrecer respuesta adecuada al reto de la sostenibilidad del sistema de pensiones, lo cierto es que ese enfoque de género no está siendo uno de los criterios tenidos en cuenta por el legislador en las actuaciones llevadas a cabo con tal fin en los últimos años, caracterizadas por el reforzamiento de la naturaleza contributiva del sistema a costa, incluso, de la merma de su carácter solidario y del alejamiento de dos principios básicos de nuestra Seguridad Social consagrados constitucionalmente, como son el de universalidad y el de suficiencia protectora.
Así, reformas como el establecimiento de una dualidad de edades de jubilación, manteniendo la posibilidad de jubilarse a los 65 años para quienes acrediten carreras de cotización largas y estables (38 años y medio mínimo); la ampliación de 15 a 25 años (de momento) del período tenido en cuenta para el cálculo de la base reguladora; la necesidad de acreditar más período cotizado para poder generar derecho al 100% de la base reguladora; las reglas aplicables para la integración de lagunas; la limitación de la cuantía máxima de los complementos a mínimos para las pensiones causadas a partir de 2013…, afectan de manera particular a las mujeres, que, en gran número de ocasiones, se enfrentan a una dificultad mayor para acceder a una pensión contributiva suficiente y adecuada, debido a sus carreras de cotización más cortas e inestables, influidas en la mayoría de los casos por la necesidad de conciliarlas con las responsabilidades familiares. Nos encontramos, pues, ante medidas neutras desde la perspectiva de género que, no obstante, constituyen una fuente de nuevas formas de discriminación indirecta que contribuyen a ampliar la brecha de género en pensiones.
3. Pues bien, pese a la valoración positiva desde el impacto de género que contenía la Memoria del análisis de impacto normativo del Anteproyecto de Ley, esa dimensión de género vuelve a quedar en un segundo plano en la última –por el momento y a la espera de la anunciada segunda fase– gran reforma de nuestro sistema de pensiones operada por la Ley 21/2021, de 28 de diciembre, de garantía del poder adquisitivo de las pensiones y de otras medidas de refuerzo de la sostenibilidad financiera y social del sistema público de pensiones.
Dos son las cuestiones que desde el enfoque de género se abordan de manera expresa en la norma.
- Por una parte, la posibilidad de rebajar hasta la edad ordinaria de jubilación el tope de 68 años establecido con carácter general para las cláusulas convencionales de jubilación forzosa por razón de la edad cuando la tasa de ocupación de las mujeres trabajadoras por cuenta ajena en alguna de las actividades incluidas en el ámbito funcional del convenio sea inferior al 20 % sobre el total de personas trabajadoras en la fecha de la decisión extintiva (disp. adic. décima ET). Medida esta de acción positiva con el objetivo de contribuir a la superación de la segregación ocupacional presente en nuestro mercado de trabajo, en la que, a la finalidad del relevo generacional se añade la de fomento de la contratación indefinida de mujeres en sectores con escasa representación femenina.
- Y por otra, el reconocimiento (ya realizado por el Tribunal Supremo, Sentencia 115/2020, de 6 de febrero) como cotizados –con el límite máximo de un año– de los períodos del servicio social femenino obligatorio, a efectos de acreditar el período de carencia necesario para acceder a las distintas modalidades de jubilación anticipada, equiparando así estos servicios a los del servicio militar o prestación social sustitutoria que ya tenían reconocida dicha condición y poniendo fin, por tanto, a una situación a todas luces discriminatoria.
Pero los efectos que derivan de la reforma de 2021 para la brecha de género de nuestro sistema de pensiones trascienden estas actuaciones expresas y, como viene siendo habitual, quedan «diluidos» a la hora de analizar y valorar el impacto que van a tener las distintas medidas, en una clara manifestación –una más– de la prevalencia del enfoque puramente económico en la búsqueda de la garantía de la sostenibilidad del sistema y del «olvido» de la perspectiva de género.
Así, distinto es el impacto de género que va a tener el complemento económico para las pensiones de jubilación anticipada causadas entre el 1 de enero de 2002 y el 31 de diciembre de 2021 en supuestos de largos períodos de cotización y, en su caso, baja cuantía de las prestaciones (disp. adic. primera Ley 21/2021), desde el momento en que uno de los requisitos para poder obtenerlo es el de acreditar una carrera de cotización de 44 años y 6 meses o más (40 años en los casos en que la cuantía de la pensión sea inferior a 900 € a 1 de enero de 2022). Nos encontramos así, de nuevo, ante una medida aparentemente neutra pero que, en la práctica, vuelve a beneficiar a quienes acrediten carreras de cotización prolongas, por tanto, mayoritariamente a los hombres que serán quienes vean reconocido el complemento en gran cantidad de los casos, contribuyendo negativamente a la brecha de género pensional.
En otras ocasiones el impacto negativo para las mujeres viene «heredado» de reformas anteriores, como ocurre en el caso de las jubilaciones anticipadas. Como es sabido, el Real Decreto-ley 5/2013 endureció los periodos de carencia para acceder a las dos modalidades de jubilación anticipada, lo cual afecta de manera particularmente intensa a las mujeres que encuentran más obstáculos para acreditar esas carreras profesionales prolongadas. Y en el caso de la jubilación anticipada voluntaria se estableció la necesidad de que el importe de la pensión a percibir, una vez aplicados los porcentajes penalizadores por el anticipo de la edad, no sea inferior a la cuantía pensión mínima que correspondería al interesado por su situación familiar al cumplimiento de los 65 años de edad (art. 208.1 c) Ley General de la Seguridad Social –LGSS–). Una exigencia que vuelve a constituir una evidente discriminación indirecta por razón de género, en cuanto perjudica mayoritariamente a las mujeres, quienes, por las características de sus carreras profesionales, generan pensiones de jubilación de cuantía más limitada, susceptibles, pues, en mayor medida, de no alcanzar ese mínimo legal exigido.
Pues bien, ninguna de estas cuestiones se ha visto modificada en la reforma de 2021, lo que refleja de forma evidente la prevalencia de nuevo de los criterios de sostenibilidad financiera sobre los de sostenibilidad social desde un enfoque de género.
Y si del análisis de lo hecho hasta ahora se llega a esta conclusión, parece que esta no va a cambiar con lo que está por venir. La apuntada segunda fase de la reforma, prevista para este año, parece que incluirá como una de sus medidas estrellas la ampliación a 35 años del período temporal de cómputo para la determinación de la base reguladora de la pensión de jubilación, lo que en la práctica supondrá, en la mayoría de los casos, una rebaja de su cuantía, al aumentar la posibilidad de que se incluyan períodos sin cotización por razones de desempleo o periodos de menor cotización en etapas más tempranas de su vida laboral. Una ampliación que afectará en mayor medida a aquellos colectivos con una posición más débil en el mercado de trabajo, entre ellos, una vez más, las mujeres. Cierto es que este perjuicio se puede ver atenuado si se materializan medidas como la mejora del procedimiento de integración de lagunas de cotización o la posibilidad de que la persona trabajadora pueda seleccionar los 35 años a tener en cuenta para el cómputo. Pero, en cualquier caso, parece evidente que nos encontramos de nuevo ante otra actuación que tampoco contribuirá a la reducción de la brecha de género.
Son varias, como vemos, las consecuencias –obviadas en la mayoría de los casos– que desde el enfoque de género derivan del actual proceso de reforma de pensiones. Pero también lo son –más aún– las derivadas de la nueva oportunidad perdida para acometer el diseño y puesta en marcha de medidas que den una respuesta eficaz a la brecha de género de nuestro sistema público de pensiones.
4. Como ha puesto de relieve el Parlamento Europeo, las brechas de género en pensiones se presentan como un «mal endémico» de la práctica totalidad de los sistemas. Y pese a que en nuestro país el Pacto de Toledo viene dejando constancia en sus distintos informes de la necesidad de tener presente la dimensión de género en materia de pensiones, mediante la adopción de medidas encaminadas a reducir la desigualdad existente entre mujeres y hombres, la realidad dista mucho de alcanzar ese objetivo. Un objetivo para cuya consecución no resulta suficiente el establecimiento de medidas como el –tan traído y llevado– complemento para la reducción de la brecha de género (art. 60 LGSS) cuyos efectos, si bien pueden resultar positivos, a todas luces se quedan cortos.
Sin duda nos encontramos ante una cuestión compleja que requiere de una intensa reflexión y sobre distintos factores que inciden en ella, actuando sobre las causas estructurales de las que deriva la desigualdad entre mujeres y hombres en el sistema de pensiones. Y para ello resulta imprescindible una apuesta firme y decidida evidentemente por parte del legislador, como principal responsable, pero también de nuestros tribunales, mediante la asunción generalizada de la interpretación jurídica con perspectiva de género como criterio de enjuiciamiento.
Es necesaria, por tanto, una reforma integral del sistema de Seguridad Social en general y de pensiones particularmente desde el enfoque de género, tanto en el bloque contributivo como en el no contributivo, por el mayor riesgo de pobreza de las mujeres, sobre todo en edades avanzadas. Y para ello resulta imprescindible tomar conciencia de la dificultad de conseguir una igualdad real y efectiva si las medidas que se articulan en el ámbito de la Seguridad Social no van enmarcadas en una política integral que incida en otros ámbitos (laboral, educativo…) y se siguen sustentando en el tradicional reparto de roles, siendo utilizadas como instrumentos para perpetuarlos y para que las trabajadoras puedan atender a sus responsabilidades familiares.
La última reforma de pensiones no parece ir en esa dirección. Habrá que seguir esperando.